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Obras da Patrística

Vida de São Cipriano de Cartago

Táscio Cecílio Cipriano nasceu no norte da África, provavelmente em Cartago, entre os anos 200 e 210 dC. Filho de família abastada, recebeu formação superior, dedicando-se à oratória e advocacia. Converteu-se ao Cristianismo, já adulto, por volta de 245. Três anos depois foi eleito bispo de Cartago. Foi degolado nas imediações da cidade, na presença de grande multidão de cristãos e pagãos, aos 14 de setembro de 258, durante a perseguição de Valeriano.

A Igreja na época de São Cipriano vivia intenso fervor. As sangrentas perseguições, que desde Nero (ano 64 dC) a sacudiam, somente faziam aumentar o fervor, e os mártires entregavam suas vidas com amor e fé.

Mesmo com todo este fervor, surgiam grupinhos de hereges que, desejosos de ‘autonomia’, pregavam uma doutrina diferente da dos Apóstolos e dos Bispos da Santa Igreja de Cristo. Para combater estas heresias, Cipriano divulga por volta do outono do ano de 251, como ele mesmo diz, um livrinho de conduta cristã denominado: “Catholicae Ecclesiae Unitate” – “A Unidade da Igreja Católica”.

São maravilhosas as palavras de São Cipriano. Ele demonstra uma clareza de idéias e um espírito decidido na meta que almeja alcançar. Homem de Deus, baseou-se totalmente nas escrituras para defender a unidade da Igreja Católica, o Primado de Pedro, e outras Santas Doutrinas recebidas diretamente dos Apóstolos.

Martírio de São Cipriano

No dia décimo oitavo das calendas de outubro pela manhã, grande multidão se reuniu no campo de Sexto, conforme a determinação do procônsul Galério Máximo. Este, presidindo no átrio Saucíolo, no mesmo dia ordenou que lhe trouxessem Cipriano. Chegado este, o procônsul interrogou-o: “És tu Táscio Cipriano?” O bispo Cipriano respondeu: “Sou”.

O procônsul Galério Máximo: “Tu te apresentastes aos homens como papa do sacrílego intento?” Respondeu o bispo Cipriano: “Sim”.

O procônsul Galério Máximo disse: “Os augustíssimos imperadores te ordenaram que te sujeites às cerimônias”. Cipriano respondeu: “Não faço”.

Galério Máximo disse: “Pensa bem!” O bispo Cipriano respondeu: “Cumpre o que te foi mandado; em causa tão justa, não há que discutir”.

Galério Máximo deliberou com o seu conselho e, com muita dificuldade, pronunciou a sentença, com esta palavras: “Viveste por muito tempo nesta sacrílega idéia e agregaste muitos homens nesta ímpia conspiração. Tu te fizeste inimigo dos deuses romanos e das sacras religiões, e nem os piedosos e sagrados augustos príncipes Valeriano e Galieno, nem Valeriano, o nobilíssimo César, puderam te reconduzir à prática de seus ritos religiosos. Por esta razão, por seres acusado de autor e guia de crimes execráveis, tu te tornarás uma advertência para aqueles que agregaste a ti em teu crime: com teu sangue ficará salva a disciplina”. Dito isto, leu a sentença: “Apraz que Tarcísio Cipriano seja degolado à espada”. O bispo Cipriano respondeu: “Graças a Deus!”

Após a sentença, o grupo dos irmãos dizia: “Sejamos também nós degolados com ele”. Por isto houve tumulto entre os irmãos e grande multidão o acompanhou. E assim Cipriano foi conduzido ao campo de Sexto. Ali tirou o manto e o capuz, dobrou os joelhos e prostrou-se em oração ao Senhor. Retirou depois a dalmática, entregando-a aos diáconos e ficou de alva de linho e aguardou o carrasco, a quem, quando chegou, mandou que os seus lhe dessem vinte e cinco moedas de ouro. Os irmãos estenderam diante de Cipriano pano de linho e toalha. O bem-aventurado quis vendar os olhos com as próprias mãos. Não conseguindo amarrar as pontas, o presbítero Juliano e o subdiácono Juliano o fizeram.

Desde modo morreu o bem-aventurado Cipriano. Seu corpo, por causa da curiosidade dos pagãos, foi colocado ali perto, de onde, à noite, foi retirado e, com círios e tochas, hinos e em grande triunfo, levado ao cemitério de Macróbio Candiano, administrador, existente na via Mapaliense, junto das piscinas. Poucos dias depois, morreu o procônsul Galério Máximo.

Mártir santíssimo Cipriano foi morto, no dia décimo oitavo das calendas de outubro, sob Valeriano e Galieno imperadores, reinando, porém, nosso Senhor Jesus Cristo, a quem a honra e a glória pelos séculos dos séculos. Amém.

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São Cipriano

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Ramón Trevijano

La inquietud, el radicalismo, el no conformismo de los escritos de Tertuliano, es traído por Cipriano dentro de un equilibrio y bajo la regla eclesiástica. En el campo de visión del responsable eclesiástico, aparecen las mismas cuestiones bajo otra luz que en la toma de partido apasionada del intelectual que no conoce reparos.

Converso y pronto obispo

Es sólo una conjetura fechar su nacimiento entre 200/210. Es muy probable que naciese en Cartago, de padres muy acomodados y bien relacionados. Sabemos poco de su vida antes de su elección episcopal. Acaso más que maestro de retórica, como dice Jerónimo (De viris inlustribus 122), orientó su carrera a la administración pública. Se ha dicho que con él comienza la serie de obispos «curiales», que buscan cumplir su misión espiritual con el estilo de magistrado de los cónsules o procónsules. También que, en comparación con el Oriente griego, esto representa un tipo nuevo, específicamente occidental, de clericalismo católico.

Su iniciación al cristianismo le vino por medio de un presbítero cartaginés, Ceciliano, según cuenta su biógrafo, el diácono Poncio (Vita Cypríani 4). Bajo su dirección comenzó su estudio de la Biblia y probablemente también de los escritos de Tertuliano. Es notable cómo en su primer opúsculo apologético, a propósito de su conversión, sale marcadamente a primer plano la consideración político- moral. El Ad Donatum ofrece una serie de consideraciones de ese tipo que debieron influir en su conversión. Cipriano lo escribe para estimular a un amigo, al que considera demasiado tibio y para acabar de apartarle de los honores y de los bienes materiales. Probablemente se proponía, con celo de neófito, llegar a catecúmenos con poca prisa por recibir el bautismo y, sin duda, a paganos todavía dados al culto de los ídolos y a los vicios de una sociedad de la que traza una pintura entristecedora. Es la obra de un rétor que multiplica las invectivas contra los gustos perversos de un mundo apasionado por espectáculos escandalosos, que busca la felicidad en las riquezas y en las vanidades de los honores y el poder. Cipriano subraya que la verdadera felicidad y seguridad es romper con el mundo y conservar siempre la gracia y la inocencia bautismal. En el relato de su conversión aglutina tanto elementos doctrinales procedentes de la catcquesis cristiana africana como los de expresión lingüística propios de un rétor romano.

Esto era lo que yo mismo me decía a menudo. Pues me sentía aferrado por las muchas desviaciones de mi vida pasada, de las que me creía incapaz de salir. Secundaba los vicios que llevaba adheridos, sin esperanza de mejora. Animaba mis males, como si fuesen ya propios y connaturales. Pero, una vez que con la ayuda del agua engendradora, fue lavada la mancha de mi etapa anterior y se difundió dentro de mí, reconciliado y puro, la luz de lo alto, después de recibido el Espíritu celeste y de que un segundo nacimiento me reparó como hombre nuevo, de modo admirable se acabaron mis dudas, quedó abierto lo cerrado, lúcido lo tenebroso, resultaba fácil lo que antes parecía difícil, posible de hacer lo que juzgaba imposible, como el reconocer como terreno lo que antes, nacido de la carne, me hacía vivir inclinado a los pecados; como divino, lo que ya desde
antes animaba el Espíritu Santo.

Sus libros de colección de textos bíblicos, Ad Quirinum (posteriormente llamados Testimonia), son de hacia 248-249. Cipriano no era un teólogo profundo o creador, con intuiciones ricas y originales, lo que nos permite verle como exponente de la actitud prevalente de la Iglesia de su tiempo para con la Escritura. Su método más llamativo es la lectura esencialmente cristológica del A.T. Llega a encontrar aquí enseñanzas y regulaciones cristianas sobre el bautismo, la eucaristía y el sacerdocio. Lo que más le interesa del N.T. son los dichos de Jesús (praecepta, mándala) considerados como exhortaciones parenéticas para los cristianos de su propia generación. Su frecuente interpretación tipológica se basa corrientemente en una persona bíblica más que en textos escriturísticos concretos. Le falta la fantasía alegorizante de su contemporáneo alejandrino Orígenes.

La persecución y el cisma

Es sorprendente su rápida promoción al episcopado (248-249). Había pasado apenas un año y ya su autoridad se encontró con la prueba de fuego de la persecución. La de Decio (a.250) falló en su plan de disolución de la Iglesia, porque todo el aparato militar y burocrático tenía sus fallos. Tras un año, la muerte del emperador puso término a la persecución. No se había contado con que los apóstatas volverían a la Iglesia y ésta encontraría medios para readmitirles; primero como penitentes, luego como miembros plenos.

La prominente personalidad de Cipriano provocaba tanto más la ira de la plebe pagana cuanto que las autoridades parecían respetarle. El obispo se vio en la alternativa de exponerse a una revuelta, que no sólo le traería el martirio sino una caza general de cristianos en Cartago, o escapar de la ira de la multitud y así exponerse a las críticas de sus adversarios eclesiásticos. Prefirió huir, pues quería seguir guiando a su comunidad en el difícil tiempo de la persecución, aun a costa de su propia fama. Las medidas estatales apuntaban primero a los líderes eclesiásticos. Mediante su ejecución esperaban dejar sin guía a la Iglesia y difundir el pánico en las comunidades. En pocos días murieron mártires los obispos de Roma, Antioquía, Cesárea y Jerusalén. El de Alejandría logró escapar apuradamente. La huida de Cipriano fue aprovechada por la oposición interna. Tampoco podía esperar el obispo mucha comprensión de parte de los confesores.

También la comunidad de Roma, que ponía a su obispo Fabiano como modelo de mártir, entendía que Cipriano debería haber seguido corroborando a los fíeles con su presencia y dando ejemplo de testimonio martirial cuando se viese forzado a ello. La doble carta que la iglesia de Roma en sede vacante, en ejercicio de su solicitud por las demás iglesias, dirige al clero de Cartago, no disimula sus reparos al comportamiento de Cipriano e invita a ese clero a ocupar el puesto abandonado. Enterado a tiempo, Cipriano supo dominar la difícil situación. Toma la iniciativa de la respuesta. Agradece y elogia el relato sobre Fabiano y descalifica el anejo que le criticaba.

Antes de responder detenidamente, se ocupa de restablecer su autoridad en su propia comunidad. Cuenta allí con apoyos, manda mensajeros, consolida el aparato eclesiástico, escribe exhortando a la cautela y a evitar provocaciones, organiza una discreta atención a los confesores, cuida de asegurar el dinero para la atención de los necesitados. Cuando ya lo que está en cuestión no es la persona de Cipriano sino su autoridad como obispo, por sus decisiones en la cuestión de los «lapsos», vuelve a escribir a Roma para contar con su reconocimiento y ayuda. Como su mejor justificación, les adjunta copia de su correspondencia con el clero y fíeles de Cartago durante los meses pasados. Explica las razones de su fuga y prueba que no ha pretendido otra cosa que lo que los romanos reclamaban en su carta. Esta carta de justificación se cruza con otras de Roma al clero y confesores de Cartago, que condena la actitud de estos últimos sobre los «lapsos». Nuevas cartas de Cipriano al clero y a los confesores romanos acarrearon el definitivo reconocimiento romano. Se aprueba su conducta y se le informa oficialmente de un Sínodo romano, que posterga la respuesta definitiva a la cuestión de los lapsos por ser en Roma muy fuerte, al contrario que en Cartago, el partido de los rigoristas extremos liderados por el presbítero Novaciano, precisamente el escritor de la carta del clero romano. Tampoco faltó una respuesta cumplida de los confesores romanos. En Cartago, las dificultades más serias habían comenzado propiamente con los apóstatas (lapsi) que pedían reconciliación. La apostasía había sido provocada por una persecución muy diferente de las anteriores. Había pillado desprevenidos al grueso de los cristianos y fueron bastantes los que se precipitaron a sacrificar (sacrifican), ofrecer incienso (thurificati) o, sobornando a funcionarios, a librarse consiguiendo los certificados de haber cumplido con el gesto idolátrico, aun sin haberlo realizado (libellatici). Se añadió la intervención de los «confesores», solicitados por los lapsos para que facilitasen la readmisión y que, al urgirlo, complicaron más las cosas.

Cipriano quiso esperar a que se aclarase la situación. En Roma se habían tomado ya disposiciones semejantes. Los lapsos quedaban de momento en situación de penitentes. Como extrema concesión, podían contar con la reconciliación en el lecho de muerte. Cipriano valoraba las cartas de los confesores como recomendaciones para después. Pero entonces —Cipriano seguía en su refugio— estallaron las antiguas rivalidades. Parte de los clérigos le negó la obediencia, haciendo causa común con los confesores. El diácono Felicísimo tomó posición públicamente contra el obispo. Fue excomulgado; pero se le unieron cinco presbíteros. Cipriano tuvo que hacer nuevos nombramientos y pedir a la comunidad que retirase la obediencia a aquellos clérigos. Insistía en el oficio episcopal como el soporte decisivo de la Iglesia. Aquéllos eligieron como nuevo obispo al presbítero Fortunato. Este cisma de Felicísimo o «facción de Fortunato» ocurrió ya después de la persecución y del retorno de Cipriano. Este obtuvo una victoria decisiva cuando el Sínodo de Cartago del 251 se atuvo a su vía media. No quedó aclarado el aspecto dogmático de estas decisiones. Al estallar dos años más tarde una nueva persecución, se decidió recibir sin más en la comunidad a los penitentes, para resistir en frente cerrado a la amenaza.

La controversia sobre la reconciliación de los apóstatas encuentra su plasmación literaria en el De lapsis. Cipriano reclama el mantenimiento de la regulación anterior. Los «lapsos» —tanto sacrifican como libellatici— debían de hacer penitencia pública hasta que los obispos reunidos tomasen un acuerdo. Quedaba sin efecto la acción precipitada de los presbíteros. Cipriano exhorta a los que habían caído a quedarse entre tanto en la condición de penitentes. En efecto, queridos hermanos, ha emergido un nuevo tipo de desastre, como si el daño de la tempestad perseguidora hubiera sido poco, ha llegado al culmen con un mal disfrazado bajo el nombre de misericordia. En contra del vigor del Evangelio y de la ley de nuestro Señor Dios, por la presunción de algunos, se concede una readmisión en la comunión, que es nula y falsa, que pone en peligro a los que la dan y no aprovecha a los que la reciben.

Con el De Ecclesiae Catholicae Unitate sale al paso del cisma, tanto el que se había dado en su propia comunidad como el que se dio en la iglesia de Roma cuando Novaciano, adoptando un rigorismo extremado, enfrentó al papa Cornelio por su readmisión de los apóstatas arrepentidos. Todavía no parece estar al tanto de las raíces doctrinales de la ruptura de Novaciano: su rechazo a admitir cual- quier reconciliación de los lapsos, cuya presencia sólo contaminaría la pura asamblea de los santos (coetus sanctorum), que es como él concibe la Iglesia, de la que se presentó como cabeza y protector. Cipriano estaba oponiéndose de hecho a dos movimientos diametralmente opuestos, los extremos de laxitud y de rigorismo; pero en el De unitate sólo considera al último como una revuelta contra la autoridad debidamente constituida y, en esta medida, comparable al cisma en su propia iglesia de Cartago. Su actividad no se agota en la eclesiástica de gobierno. Se dedica con éxito creciente a una labor literaria. Los temas y pensamientos le vienen muchas veces de Tertuliano. Cipriano escribe con un lenguaje de experto predicador de la comunidad. Junto a asuntos eclesiásticos, trata cuestiones de educación espiritual y virtudes (De zelo et livore, De bono patientiae, De habitu virginum, De opere et elemosynis, De dominica oratione). Transluce un ansia a la vez política y escatológica frente a las calamidades del mundo (Ad Demetrianum, De mortalitate).

La crisis de los rebautismos

La posición eclesiástica de Cipriano se ha afianzado en estos años difíciles. Desde lejos se busca su consejo y se nota que está acostumbrado a que se sigan sus orientaciones. Sin embargo la ascensión a la sede romana de Esteban I trajo un cambio serio en las relaciones de Roma con Cartago. Se añadía una disputa sobre una cuestión grave: la práctica africana de rebautizar a los que habían recibido su iniciación cristiana en grupos cismáticos o heréticos. En la concepción eclesiológica de Cipriano no cabía que pudiesen conferir el Espíritu Santo quienes lo habían perdido. Se atenía en esto a una tradición de la iglesia africana. Cipriano quería mantener esta práctica sin pretender imponerla fuera de su provincia y esto ya constituía una debilidad dogmática de su postura. Esteban, en cambio, pasó al ataque directo, apoyándose en el primado de la sede romana. En Esteban y Cipriano encontramos, pues, dos concepciones diferentes del ser de la Iglesia y de la jerarquía. Simplificando un tanto, el contraste entre la concepción católica y la episcopaliana. Se ve cómo una unidad de la Iglesia entendida así puede quedar destruida por conflictos entre eclesiásticos o llevar consigo el germen de la disolución. Como si para Cipriano esta unidad fuese, más que un hecho, una vocación espiritual, un objetivo moral de sus guías. Si no se llegó a una ruptura fue probablemente porque una nueva persecución puso fin de momento a la controversia, al morir mártires tanto Esteban como, algo más tarde, Cipriano. Por un tiempo las cosas quedaron como quería Cipriano.

Persecución y martirio

Cuando estalló la primera persecución Cipriano optó por esconderse, en parte por desconocimiento de la situación (al creer que el peligro pasaría pronto) y sobre todo por la convicción de que su oficio le imponía el deber de guardarse. Apenas un decenio después se sintió justificado para entregar su cathedra y seguir el tropel de los que él mismo había corroborado por largo tiempo para que diesen su vida por la causa de Cristo. Seguro de la preeminencia del martirio, ha repensado toda la vida cristiana en función de esta certidumbre. Por ello los términos e imágenes que ha empleado son los que servían de ordinario para caracterizar las pruebas de los fieles perseguidos, «siguiendo a Cristo» sobre las «huellas» de la Pasión y de la Glorificación y, más genéricamente, las pruebas terrenas de los milites Christi. Ante la persecución de Valeriano, Cipriano se queda para afrontarla. Valeriano había decretado que se prohibiesen las reuniones cultuales cristianas y sus visitas a los cementerios y que los líderes cristianos fuesen desterrados. Quienes quebrantasen las prohibiciones serían ejecutados. Cipriano fue exiliado en agosto del 257 a una ciudad poco alejada (algunos obispos de Numidia en cambio fueron enviados a minas de sal).

Su Ad Fortunatum, dirigido formalmente a un amigo, pero en realidad a su grey, es una exhortación al martirio preparándola para el recrudecimiento de la persecución que preveía próximo. Está lleno de ejemplos, citas y analogías de la Biblia, mostrando los males de la idolatría, el premio al sufrimiento y la necesidad de perseverancia. En julio del 258 Valeriano intensificó la persecución contra los clérigos y la extendió a los laicos (confiscación de bienes y pena de muerte a los recalcitrantes más destacados). Cipriano tuvo noticia del martirio de Sixto de Roma, el quinto papa durante su propio pontificado. El nuevo procónsul de Cartago no se dio prisa. Cipriano fue traído de nuevo a la ciudad y quedó en arresto domiciliario. No quiso aprovechar ofertas de fuga y escondite. Estaba decidido a morir en su ciudad y entre su pueblo. Por eso se escondió cuando el procónsul le quiso juzgar en su ciudad de veraneo y reapareció cuando volvió a la capital. Durante el proceso y ejecución (14-09-258) una multitud entusiasta le dio escolta triunfal. Hubo quienes lanzaron sus vestidos para recogerlos como reliquias empapadas con la sangre del mártir.

Eclesiología de san Cipriano

Los cismáticos creían no renegar nada de la regla de fe. Cipriano muestra que no se puede quebrar la organización actual de la Iglesia sin cortarse de la raíz que la funda. La Iglesia no es sólo Cuerpo, sino también Madre, Esposa, Casa de Dios. El término más frecuente es Mater: «Para que alguien pueda tener a Dios como Padre, tenga a la Iglesia como Madre» (Epístola 74,7); pues no saca de sí su fecundidad sino de Cristo su esposo.

Sólo la esposa del que tiene el Espíritu puede engendrar espiritualmente hijos de Dios. El tema de la «Casa de Dios» (Domus Dei) es escatológico y también eucarístico. La Iglesia es ya lo que será en el cielo, pues el cuerpo eclesial, el de la Madre, el de la Esposa, está unido al Esposo en la unidad de un solo Cuerpo: el cuerpo del Señor que se hace presente en la eucaristía. La Iglesia es madre al dar el bautismo. Nos constituye en cuerpo al celebrar la eucaristía. Con las imágenes Cipriano tiene en mente una realidad eclesiástica concreta. Para él la madre es sobre todo la jerarquía eclesiástica, el obispo, que asegura la recta fe y la unidad de la Iglesia; mientras que el cuerpo es sobre todo el pueblo, que queda bajo la dirección del obispo y no se deja arrastrar al campo enemigo de los cismáticos. Si el cristiano por su vida en el mundo hace presente a Cristo, el obispo, el presidente ordinario de la eucaristía, lo hace de un modo especial.

Es la instancia concreta representativa de la unidad y santidad de la
Iglesia. La unidad de la Iglesia tiene su fundamento último en la unidad de las tres personas divinas. Porque la Iglesia tiene el Espíritu nos anima con la vida divina. Porque es esposa de Cristo nos une a su cuerpo. Nos comunica la vida filial que viene del Padre. La Iglesia en su estructura misma significa la acción divina que la unifica. Es el sacramentum unitatis (De unitate).

Episcopado y unión con Roma

Los cuatro ejes principales sobre los que se desarrolla la demostración de Cipriano son: la autoridad monárquica del obispo, la necesidad mde la comunión entre los obispos, la pertenencia a la única
Iglesia católica y la importancia de la unión con Roma.

La revuelta de la «facción de Fortunato» obliga a Cipriano a insistir sobre el carácter jerárquico de la institución eclesial y el papel mdel obispo. Todos los obispos tienen su poder del que recibió Pedro (Mt 16,19). Todas las iglesias están fundadas super episcopos, es decir, super Petrum. De este principio se deduce que el episcopado es monárquico. Puesto que no hay más que un obispo y éste lo es por sucesión, sólo el primer elegido es el legítimo obispo. Pedro fue el primer obispo y por un tiempo el único. Al confiar la misma responsabilidad a los demás apóstoles (Jn 20,23), Cristo asentó la necesaria multiplicidad del episcopado. Los demás apóstoles quedaron igualados a Pedro; pero Pedro siguió siendo el signo vivo de la unidad originaria:

El mismo le dijo después de la resurrección: «Apacienta mis ovejas». Sobre él edifica la iglesia y a él le manda apacentar las ovejas. Que, aunque otorgó el mismo poder a todos los apóstoles, constituyó una sola cátedra y dispuso así por su autoridad el origen y el fundamento de la unidad. Los demás eran lo mismo que fue Pedro, pero el primado se da a Pedro, mostrando así que no hay sino una iglesia y una cátedra. Todos son pastores, pero queda manifiesto que se trata de una sola grey que es apacentada de acuerdo unánime por todos los apóstoles. Quien no se atenga a esta unidad de Pedro, ¿pretenderá mantenerse en la fe? Quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la iglesia, ¿todavía confiará en que está en la iglesia? (De unitate, 4).

El colegio apostólico es considerado como el origen del episcopado de todos los obispos tomados en conjunto. La intercomunión de los obispos hace la unicidad del episcopado, que, con la unicidad del obispo local, es condición de la unicidad de la Iglesia. Concibe la colegialidad como una unión de diálogo, una colaboración constante.

Cada uno tiene el poder entero y lo tienen todos juntos (Episcopatus
unus est, cuius a singulis in solidum pars tenetur
) (De unitate, 5). Dentro de su esfera de oficio, el obispo individual representa a la Iglesia. La Ecclesia principalis de Ep. 59,12 significa la Iglesia del origen entendida como sacramentum, que primero en Pedro solo, luego en los demás obispos en conjunto, está totalmente presente en cada obispo católico. La unión de la Iglesia en un solo cuerpo se hace por la unión de los obispos. El obispo une cada uno de sus fieles a la Iglesia total. Cipriano no reconoce a Roma un «Primado» en el sentido actual del término. Pero si de todas las iglesias dice que están fundadas super Petrum, no dice de ninguna otra que sea el locus Petri. Cátedra significa la sucesión jurídica de cada obispo en su lugar; pero ninguna otra sede sino la de Roma es designada como cathedra Petri.

Más fuertes todavía son las expresiones ecclesiam principalem y ecclesiam matricem et radicem. La iglesia de Roma es principal, matriz y raíz, porque Cristo hizo a Pedro el origen de la unidad y el signo de este origen. El obispo de Roma sigue siendo el único heredero del único papel dado sólo a Pedro y que consiste en manifestar la unicidad de la Iglesia. Por este motivo la unión con Roma es un signo necesario de la unidad originaria.

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Os Mártires estão reservados para a Diadema do Senhor

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Do tratado de São Cipriano, bispo e mártir, sobre os apóstatas

Miramos a los mártires con gozo de nuestros ojos, y los besamos y abrazamos con el más santo e insaciable afecto, les son ilustres por la fama de su nombre y gloriosos por los méritos de su fe y valor. Ahí está la cándida cohorte de soldados de Cristo que, dispuestos para sufrir la cárcel armados para arrostrar la muerte, quebrantaron, con su irresistible empuje, la violencia arrolladora de los golpes la persecución.

Rechazasteis con firmeza al mundo, ofrecisteis a Dios magnífico espectáculo y disteis a los hermanos ejemplo para seguirlo. Las lenguas religiosas que habían declarado anteriormente su fe en Jesucristo lo han confesado de nuevo; aquellas manos puras que no se habían acostumbrado sino a obras santas se han resistido a sacrificar sacrílegamente; aquellas bocas santificadas con el manjar del cielo han rehusado, después de recibir el cuerpo y la sangre del Señor, mancharse con las abominables viandas ofrecidas a los ídolos; vuestras cabezas no se han cubierto con el velo impío e infame que se extendía sobre las cabezas de los viles sacrificadores; vuestra frente, sellada con el signo de Dios, no ha podido ser ceñida con la corona del diablo, se reservó para la diadema del Señor.

¡Oh, con qué afectuoso gozo os acoge la madre Iglesia, veros volver del combate! Con los héroes triunfantes, vienen las mujeres que vencieron al siglo a la par que a su sexo. Vienen, juntos, las vírgenes, con la doble palma de su heroísmo, y los niños que sobrepasaron su edad con su valor. Os sigue luego, por los pasos de vuestra gloria, el resto de la muchedumbre de los que se mantuvieron firmes, y os acompaña muy de cerca, casi con las mismas insignias de victoria.

También en ellos se da la misma pureza de corazón, la misma entereza de una fe firme. Ni el destierro que estaba prescrito, ni los tormentos que les esperaban, ni la pérdida del patrimonio, ni los suplicios corporales les aterrorizaron, porque estaban arraigados en la raíz inconmovible de los mandamientos divinos y fortificados con las enseñanzas del Evangelio.

Oración

Oh Dios, fuente de todos los bienes, que para llevarnos a la confesión de tu nombre te has servido incluso del martirio de los niños, haz que tu Iglesia, alentada por el ejemplo de santa Eulalia de Mérida, virgen y mártir, no tema sufrir por ti y desee ardientemente la gloria del premio eterno. Por nuestro Señor Jesucristo.

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Fé Inquebrantável

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Das Cartas de São Cipriano

¿Con qué alabanzas podré ensalzaros, hermanos valerosísimos? ¿Cómo podrán mis palabras expresar debidamente vuestra fortaleza de ánimo y vuestra fe perseverante? Tolerasteis una durísima lucha hasta alcanzar la gloria, y no cedisteis ante los suplicios, sino que fueron más bien los suplicios quienes cedieron ante vosotros. En las coronas de vuestra victoria hallasteis el término de vuestros sufrimientos, término que no hallabais en los tormentos. La cruel dilaceración de vuestros miembros duró tanto, no para hacer vacilar vuestra fe, sino para haceros llegar con más presteza al Señor.

La multitud de los presentes contempló admirada la celestial batalla por Dios y el espiritual combate por Cristo, vio cómo sus siervos confesaban abiertamente su fe con entera libertad, sin ceder en lo más mínimo, con la fuerza de Dios, enteramente desprovistos de las armas de este mundo, pero armados, como creyentes, con las armas de la fe. En medio del tormento, su fortaleza superó la fortaleza de aquellos que los atormentaban, y los miembros golpeados y desgarrados vencieron a los garfios que los golpeaban y desgarraban.

Las heridas, aunque reiteradas una y otra vez, y por largo tiempo, no pudieron, con toda su crueldad, superar su fe inquebrantable, por más que, abiertas sus entrañas, los tormentos recaían no ya en los miembros, sino en las mismas heridas de aquellos siervos de Dios. Manaba la sangre que había de extinguir el incendio de la persecución, que había de amortecer las llamas y el fuego del infierno. ¡Qué espectáculo a los ojos del Señor, cuán sublime, cuán grande, cuán aceptable a la presencia de Dios, que veía la entrega y la fidelidad de su soldado al juramento prestado, tal como está escrito en los salmos, en los que nos amonesta el Espíritu Santo, diciendo. Es valiosa a los ojos del Señor la muerte de sus fieles. Es valiosa una muerte semejante, que compra la inmortalidad al precio de su sangre, que recibe la corona de mano de Dios, después de haber dado la máxima prueba de fortaleza.

Con qué alegría estuvo allí Cristo, cuán de buena gana luchó y venció en aquellos siervos suyos, como protector de su fe, y dando a los que en él confiaban tanto cuanto cada uno confiaba en recibir. Estuvo presente en su combate, sostuvo, fortaleció, animó a los que combatían defender el honor de su nombre. Y el que por nosotros venció a la muerte de una vez para siempre continúa venciendo en nosotros.

Dichosa Iglesia nuestra, a la que Dios se digna honrar con semejante esplendor, ilustre en nuestro tiempo por la sangre gloriosa de los mártires. Antes era blanca por las obras de los hermanos; ahora se ha vuelto roja por la sangre de los mártires. Entre sus flores no faltan ni los lirios ni las rosas. Que cada uno de nosotros se esfuerce ahora por alcanzar el honor de una y otra altísima dignidad, para recibir así las coronas blancas de las buenas obras o las rojas del martirio.

Oración

Te rogamos, Señor, que el glorioso martirio de tus santos aumente en nosotros los deseos de amarte y fortalezca la fe en nuestros corazones. Por nuestro Señor Jesucristo.

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São Cipriano

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San Cipriano nació hacia el año 200, probablemente en Cartago, de familia rica y culta. Se dedicó en su juventud a la retórica. El disgusto que sentía ante la inmoralidad de los ambientes paganos, contrastado con la pureza de costumbres de los cristianos, le indujo a abrazar el cristianismo hacia el año 246. Poco después, en 248, fue elegido obispo de Cartago. Al arreciar la persecución de Decio, en 250, juzgó mejor retirarse a un lugar apartado, para poder seguir ocupándose de su grey. Algunos juzgaron esta actitud como una huida cobarde, y Cipriano hubo de explicar su conducta (carta 20).

De él se conservan una docena de opúsculos sobre varios temas del momento y, particularmente, una preciosa colección de 81 cartas, en las que da muestra de su extraordinaria clarividencia y energía en los asuntos referentes a la fe y a la vida de la Iglesia. Más que un hombre de ideas fue sobre todo un hombre de gobierno y de acción. Su doctrina coincide sustancialmente con la de Tertuliano, del que era lector asiduo y a quien consideraba como «maestro».

Dos problemas particularmente graves reclamaron su atención: el primero era el de la actitud que convenía tomar con los que habían cedido durante la persecución accediendo a ofrecer sacrificios a los ídolos. Muchos de ellos quisieron luego volver a la Iglesia, y para ello solicitaban de los «confesores», que habían permanecido firmes sufriendo gravísimos tormentos por la fe, unos certificados en que declaraban que hacían participantes de sus méritos a los que se habían mostrado débiles, con lo que éstos creían ya tener derecho sin más a ser readmitidos a la comunión. Cipriano mantuvo firmemente que el grave pecado de apostasía requería una proporcionada penitencia, y que los certificados de los confesores no podían considerarse como una absolución automática, sino que la absolución tenía que concederse por la Iglesia a través de sus ministros, por medio de la imposición de manos, que sólo debía tener lugar después que constase de un auténtico arrepentimiento garantizado por una congrua satisfacción. Las discusiones acerca de esta cuestión son de gran interés histórico, pues a través de ellas conocemos la práctica de la disciplina penitencial en la Iglesia antigua.

Otro problema, que llegó a presentar suma gravedad, surgió cuando un número notable de personas que se habían criado en la herejía pidieron ser admitidos en la Iglesia católica. La práctica de las Iglesias de Africa en tales casos era la de bautizar a todo hereje que pedía ser admitido, aunque hubiese recibido ya el bautismo en su secta, pues no se consideraba que el bautismo conferido por herejes pudiera ser válido. La Iglesia romana, en cambio, defendía que la validez del bautismo no dependía de las disposiciones o la santidad del ministro que lo confería, sino que todo bautismo hecho con la intención de hacer lo que Cristo había mandado era válido, y, por tanto, no debía repetirse. A este respecto mantuvo Cipriano una áspera disputa epistolar con el obispo de Romas Esteban, quien pretendía imponer a las Iglesias de Africa la práctica romana. Ambas partes se mostraron irreductibles, hasta el punto de que era de temer un verdadero cisma, que sólo fue evitado al sobrevenir la persecución de Valeriano, en la que ambos contendientes hubieron de dar su vida por Cristo, sin que pudieran llevar adelante sus controversias doctrinales. En realidad la doctrina y práctica romanas se fueron imponiendo luego a toda la Iglesia.

El confrontalmiento con la herejía, así como los problemas de los apóstatas y de las relaciones con los demás obispos, obligaron a Cipriano a elaborar una teoría de la Iglesia, que desarrolló las ideas que antes habían expresado Ignacio de Antioquía e Ireneo. En su tratado Sobre la unidad de la Iglesia afirma Cipriano que la Iglesia es esencialmente una, imitando la unidad de Dios en la Trinidad. Esta unidad tiene su expresión en la unidad del colegio episcopal cuyos miembros participan in solidum de un único episcopado, como lo significa el hecho de que Cristo fundara sobre uno solo, sobre Pedro, su Iglesia y le diera a él una única autoridad. Sin embargo, no parece que Cipriano conciba esta autoridad de Pedro como superior a la de los demás obispos, sino que todos los obispos participan por igual de aquella misma autoridad que fue dada en Pedro.

JOSEP VIVES
LOS PADRES APOSTÓLICOS
HERDER. BARCELONA 1981

* * * * *

A principios del siglo III, Cartago, en el norte de África, era una de las grandes ciudades del Imperio Romano. Allí nació San Cipriano, hacia el año 205, en el seno de una familia pagana, rica y culta. Como correspondía a su categoría social recibió una esmerada formación en Filosofía y Retórica. También participó de las ventajas de su fortuna, del lujo, placeres y honores propios de las costumbres de la época. Pero en la edad madura, siendo muy conocido en su ciudad como maestro de Retórica, se convirtió al Cristianismo. A los pocos años, en el 248, fue nombrado Obispo de Cartago.

Su episcopado, de diez años, se desarrolló en circunstancias difíciles para la Iglesia. Los cristianos sufrieron las violentas persecuciones de los emperadores Decio y Valeriano. San Cipriano se dedicó a fortalecer a sus hermanos en la fe, mientras salía al paso de los errores que se propagaban en tal situación, llegando a comprometer gravemente la unidad de la Iglesia, como los cismas de Novaciano y Felicísimo, que se mostraban excesivamente rigoristas a la hora de volver a admitir a la comunión eclesial a los lapsi, a los que habían apostatado durante la persecución. El mismo Cipriano murió mártir el 14 de septiembre del año 258.

Sus obras—tratados y cartas—se pueden agrupar en dos tipos: las de carácter apologético, donde utiliza toda su rica formación filosófica en defender la fe de Cristo contra los paganos; y las pastorales, en las que habla como obispo, con una clara concepción sobre la Iglesia católica y el episcopado.

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