Ramón Trevijano
La inquietud, el radicalismo, el no conformismo de los escritos de Tertuliano, es traído por Cipriano dentro de un equilibrio y bajo la regla eclesiástica. En el campo de visión del responsable eclesiástico, aparecen las mismas cuestiones bajo otra luz que en la toma de partido apasionada del intelectual que no conoce reparos.
Converso y pronto obispo
Es sólo una conjetura fechar su nacimiento entre 200/210. Es muy probable que naciese en Cartago, de padres muy acomodados y bien relacionados. Sabemos poco de su vida antes de su elección episcopal. Acaso más que maestro de retórica, como dice Jerónimo (De viris inlustribus 122), orientó su carrera a la administración pública. Se ha dicho que con él comienza la serie de obispos «curiales», que buscan cumplir su misión espiritual con el estilo de magistrado de los cónsules o procónsules. También que, en comparación con el Oriente griego, esto representa un tipo nuevo, específicamente occidental, de clericalismo católico.
Su iniciación al cristianismo le vino por medio de un presbítero cartaginés, Ceciliano, según cuenta su biógrafo, el diácono Poncio (Vita Cypríani 4). Bajo su dirección comenzó su estudio de la Biblia y probablemente también de los escritos de Tertuliano. Es notable cómo en su primer opúsculo apologético, a propósito de su conversión, sale marcadamente a primer plano la consideración político- moral. El Ad Donatum ofrece una serie de consideraciones de ese tipo que debieron influir en su conversión. Cipriano lo escribe para estimular a un amigo, al que considera demasiado tibio y para acabar de apartarle de los honores y de los bienes materiales. Probablemente se proponía, con celo de neófito, llegar a catecúmenos con poca prisa por recibir el bautismo y, sin duda, a paganos todavía dados al culto de los ídolos y a los vicios de una sociedad de la que traza una pintura entristecedora. Es la obra de un rétor que multiplica las invectivas contra los gustos perversos de un mundo apasionado por espectáculos escandalosos, que busca la felicidad en las riquezas y en las vanidades de los honores y el poder. Cipriano subraya que la verdadera felicidad y seguridad es romper con el mundo y conservar siempre la gracia y la inocencia bautismal. En el relato de su conversión aglutina tanto elementos doctrinales procedentes de la catcquesis cristiana africana como los de expresión lingüística propios de un rétor romano.
Esto era lo que yo mismo me decía a menudo. Pues me sentía aferrado por las muchas desviaciones de mi vida pasada, de las que me creía incapaz de salir. Secundaba los vicios que llevaba adheridos, sin esperanza de mejora. Animaba mis males, como si fuesen ya propios y connaturales. Pero, una vez que con la ayuda del agua engendradora, fue lavada la mancha de mi etapa anterior y se difundió dentro de mí, reconciliado y puro, la luz de lo alto, después de recibido el Espíritu celeste y de que un segundo nacimiento me reparó como hombre nuevo, de modo admirable se acabaron mis dudas, quedó abierto lo cerrado, lúcido lo tenebroso, resultaba fácil lo que antes parecía difícil, posible de hacer lo que juzgaba imposible, como el reconocer como terreno lo que antes, nacido de la carne, me hacía vivir inclinado a los pecados; como divino, lo que ya desde
antes animaba el Espíritu Santo.
Sus libros de colección de textos bíblicos, Ad Quirinum (posteriormente llamados Testimonia), son de hacia 248-249. Cipriano no era un teólogo profundo o creador, con intuiciones ricas y originales, lo que nos permite verle como exponente de la actitud prevalente de la Iglesia de su tiempo para con la Escritura. Su método más llamativo es la lectura esencialmente cristológica del A.T. Llega a encontrar aquí enseñanzas y regulaciones cristianas sobre el bautismo, la eucaristía y el sacerdocio. Lo que más le interesa del N.T. son los dichos de Jesús (praecepta, mándala) considerados como exhortaciones parenéticas para los cristianos de su propia generación. Su frecuente interpretación tipológica se basa corrientemente en una persona bíblica más que en textos escriturísticos concretos. Le falta la fantasía alegorizante de su contemporáneo alejandrino Orígenes.
La persecución y el cisma
Es sorprendente su rápida promoción al episcopado (248-249). Había pasado apenas un año y ya su autoridad se encontró con la prueba de fuego de la persecución. La de Decio (a.250) falló en su plan de disolución de la Iglesia, porque todo el aparato militar y burocrático tenía sus fallos. Tras un año, la muerte del emperador puso término a la persecución. No se había contado con que los apóstatas volverían a la Iglesia y ésta encontraría medios para readmitirles; primero como penitentes, luego como miembros plenos.
La prominente personalidad de Cipriano provocaba tanto más la ira de la plebe pagana cuanto que las autoridades parecían respetarle. El obispo se vio en la alternativa de exponerse a una revuelta, que no sólo le traería el martirio sino una caza general de cristianos en Cartago, o escapar de la ira de la multitud y así exponerse a las críticas de sus adversarios eclesiásticos. Prefirió huir, pues quería seguir guiando a su comunidad en el difícil tiempo de la persecución, aun a costa de su propia fama. Las medidas estatales apuntaban primero a los líderes eclesiásticos. Mediante su ejecución esperaban dejar sin guía a la Iglesia y difundir el pánico en las comunidades. En pocos días murieron mártires los obispos de Roma, Antioquía, Cesárea y Jerusalén. El de Alejandría logró escapar apuradamente. La huida de Cipriano fue aprovechada por la oposición interna. Tampoco podía esperar el obispo mucha comprensión de parte de los confesores.
También la comunidad de Roma, que ponía a su obispo Fabiano como modelo de mártir, entendía que Cipriano debería haber seguido corroborando a los fíeles con su presencia y dando ejemplo de testimonio martirial cuando se viese forzado a ello. La doble carta que la iglesia de Roma en sede vacante, en ejercicio de su solicitud por las demás iglesias, dirige al clero de Cartago, no disimula sus reparos al comportamiento de Cipriano e invita a ese clero a ocupar el puesto abandonado. Enterado a tiempo, Cipriano supo dominar la difícil situación. Toma la iniciativa de la respuesta. Agradece y elogia el relato sobre Fabiano y descalifica el anejo que le criticaba.
Antes de responder detenidamente, se ocupa de restablecer su autoridad en su propia comunidad. Cuenta allí con apoyos, manda mensajeros, consolida el aparato eclesiástico, escribe exhortando a la cautela y a evitar provocaciones, organiza una discreta atención a los confesores, cuida de asegurar el dinero para la atención de los necesitados. Cuando ya lo que está en cuestión no es la persona de Cipriano sino su autoridad como obispo, por sus decisiones en la cuestión de los «lapsos», vuelve a escribir a Roma para contar con su reconocimiento y ayuda. Como su mejor justificación, les adjunta copia de su correspondencia con el clero y fíeles de Cartago durante los meses pasados. Explica las razones de su fuga y prueba que no ha pretendido otra cosa que lo que los romanos reclamaban en su carta. Esta carta de justificación se cruza con otras de Roma al clero y confesores de Cartago, que condena la actitud de estos últimos sobre los «lapsos». Nuevas cartas de Cipriano al clero y a los confesores romanos acarrearon el definitivo reconocimiento romano. Se aprueba su conducta y se le informa oficialmente de un Sínodo romano, que posterga la respuesta definitiva a la cuestión de los lapsos por ser en Roma muy fuerte, al contrario que en Cartago, el partido de los rigoristas extremos liderados por el presbítero Novaciano, precisamente el escritor de la carta del clero romano. Tampoco faltó una respuesta cumplida de los confesores romanos. En Cartago, las dificultades más serias habían comenzado propiamente con los apóstatas (lapsi) que pedían reconciliación. La apostasía había sido provocada por una persecución muy diferente de las anteriores. Había pillado desprevenidos al grueso de los cristianos y fueron bastantes los que se precipitaron a sacrificar (sacrifican), ofrecer incienso (thurificati) o, sobornando a funcionarios, a librarse consiguiendo los certificados de haber cumplido con el gesto idolátrico, aun sin haberlo realizado (libellatici). Se añadió la intervención de los «confesores», solicitados por los lapsos para que facilitasen la readmisión y que, al urgirlo, complicaron más las cosas.
Cipriano quiso esperar a que se aclarase la situación. En Roma se habían tomado ya disposiciones semejantes. Los lapsos quedaban de momento en situación de penitentes. Como extrema concesión, podían contar con la reconciliación en el lecho de muerte. Cipriano valoraba las cartas de los confesores como recomendaciones para después. Pero entonces —Cipriano seguía en su refugio— estallaron las antiguas rivalidades. Parte de los clérigos le negó la obediencia, haciendo causa común con los confesores. El diácono Felicísimo tomó posición públicamente contra el obispo. Fue excomulgado; pero se le unieron cinco presbíteros. Cipriano tuvo que hacer nuevos nombramientos y pedir a la comunidad que retirase la obediencia a aquellos clérigos. Insistía en el oficio episcopal como el soporte decisivo de la Iglesia. Aquéllos eligieron como nuevo obispo al presbítero Fortunato. Este cisma de Felicísimo o «facción de Fortunato» ocurrió ya después de la persecución y del retorno de Cipriano. Este obtuvo una victoria decisiva cuando el Sínodo de Cartago del 251 se atuvo a su vía media. No quedó aclarado el aspecto dogmático de estas decisiones. Al estallar dos años más tarde una nueva persecución, se decidió recibir sin más en la comunidad a los penitentes, para resistir en frente cerrado a la amenaza.
La controversia sobre la reconciliación de los apóstatas encuentra su plasmación literaria en el De lapsis. Cipriano reclama el mantenimiento de la regulación anterior. Los «lapsos» —tanto sacrifican como libellatici— debían de hacer penitencia pública hasta que los obispos reunidos tomasen un acuerdo. Quedaba sin efecto la acción precipitada de los presbíteros. Cipriano exhorta a los que habían caído a quedarse entre tanto en la condición de penitentes. En efecto, queridos hermanos, ha emergido un nuevo tipo de desastre, como si el daño de la tempestad perseguidora hubiera sido poco, ha llegado al culmen con un mal disfrazado bajo el nombre de misericordia. En contra del vigor del Evangelio y de la ley de nuestro Señor Dios, por la presunción de algunos, se concede una readmisión en la comunión, que es nula y falsa, que pone en peligro a los que la dan y no aprovecha a los que la reciben.
Con el De Ecclesiae Catholicae Unitate sale al paso del cisma, tanto el que se había dado en su propia comunidad como el que se dio en la iglesia de Roma cuando Novaciano, adoptando un rigorismo extremado, enfrentó al papa Cornelio por su readmisión de los apóstatas arrepentidos. Todavía no parece estar al tanto de las raíces doctrinales de la ruptura de Novaciano: su rechazo a admitir cual- quier reconciliación de los lapsos, cuya presencia sólo contaminaría la pura asamblea de los santos (coetus sanctorum), que es como él concibe la Iglesia, de la que se presentó como cabeza y protector. Cipriano estaba oponiéndose de hecho a dos movimientos diametralmente opuestos, los extremos de laxitud y de rigorismo; pero en el De unitate sólo considera al último como una revuelta contra la autoridad debidamente constituida y, en esta medida, comparable al cisma en su propia iglesia de Cartago. Su actividad no se agota en la eclesiástica de gobierno. Se dedica con éxito creciente a una labor literaria. Los temas y pensamientos le vienen muchas veces de Tertuliano. Cipriano escribe con un lenguaje de experto predicador de la comunidad. Junto a asuntos eclesiásticos, trata cuestiones de educación espiritual y virtudes (De zelo et livore, De bono patientiae, De habitu virginum, De opere et elemosynis, De dominica oratione). Transluce un ansia a la vez política y escatológica frente a las calamidades del mundo (Ad Demetrianum, De mortalitate).
La crisis de los rebautismos
La posición eclesiástica de Cipriano se ha afianzado en estos años difíciles. Desde lejos se busca su consejo y se nota que está acostumbrado a que se sigan sus orientaciones. Sin embargo la ascensión a la sede romana de Esteban I trajo un cambio serio en las relaciones de Roma con Cartago. Se añadía una disputa sobre una cuestión grave: la práctica africana de rebautizar a los que habían recibido su iniciación cristiana en grupos cismáticos o heréticos. En la concepción eclesiológica de Cipriano no cabía que pudiesen conferir el Espíritu Santo quienes lo habían perdido. Se atenía en esto a una tradición de la iglesia africana. Cipriano quería mantener esta práctica sin pretender imponerla fuera de su provincia y esto ya constituía una debilidad dogmática de su postura. Esteban, en cambio, pasó al ataque directo, apoyándose en el primado de la sede romana. En Esteban y Cipriano encontramos, pues, dos concepciones diferentes del ser de la Iglesia y de la jerarquía. Simplificando un tanto, el contraste entre la concepción católica y la episcopaliana. Se ve cómo una unidad de la Iglesia entendida así puede quedar destruida por conflictos entre eclesiásticos o llevar consigo el germen de la disolución. Como si para Cipriano esta unidad fuese, más que un hecho, una vocación espiritual, un objetivo moral de sus guías. Si no se llegó a una ruptura fue probablemente porque una nueva persecución puso fin de momento a la controversia, al morir mártires tanto Esteban como, algo más tarde, Cipriano. Por un tiempo las cosas quedaron como quería Cipriano.
Persecución y martirio
Cuando estalló la primera persecución Cipriano optó por esconderse, en parte por desconocimiento de la situación (al creer que el peligro pasaría pronto) y sobre todo por la convicción de que su oficio le imponía el deber de guardarse. Apenas un decenio después se sintió justificado para entregar su cathedra y seguir el tropel de los que él mismo había corroborado por largo tiempo para que diesen su vida por la causa de Cristo. Seguro de la preeminencia del martirio, ha repensado toda la vida cristiana en función de esta certidumbre. Por ello los términos e imágenes que ha empleado son los que servían de ordinario para caracterizar las pruebas de los fieles perseguidos, «siguiendo a Cristo» sobre las «huellas» de la Pasión y de la Glorificación y, más genéricamente, las pruebas terrenas de los milites Christi. Ante la persecución de Valeriano, Cipriano se queda para afrontarla. Valeriano había decretado que se prohibiesen las reuniones cultuales cristianas y sus visitas a los cementerios y que los líderes cristianos fuesen desterrados. Quienes quebrantasen las prohibiciones serían ejecutados. Cipriano fue exiliado en agosto del 257 a una ciudad poco alejada (algunos obispos de Numidia en cambio fueron enviados a minas de sal).
Su Ad Fortunatum, dirigido formalmente a un amigo, pero en realidad a su grey, es una exhortación al martirio preparándola para el recrudecimiento de la persecución que preveía próximo. Está lleno de ejemplos, citas y analogías de la Biblia, mostrando los males de la idolatría, el premio al sufrimiento y la necesidad de perseverancia. En julio del 258 Valeriano intensificó la persecución contra los clérigos y la extendió a los laicos (confiscación de bienes y pena de muerte a los recalcitrantes más destacados). Cipriano tuvo noticia del martirio de Sixto de Roma, el quinto papa durante su propio pontificado. El nuevo procónsul de Cartago no se dio prisa. Cipriano fue traído de nuevo a la ciudad y quedó en arresto domiciliario. No quiso aprovechar ofertas de fuga y escondite. Estaba decidido a morir en su ciudad y entre su pueblo. Por eso se escondió cuando el procónsul le quiso juzgar en su ciudad de veraneo y reapareció cuando volvió a la capital. Durante el proceso y ejecución (14-09-258) una multitud entusiasta le dio escolta triunfal. Hubo quienes lanzaron sus vestidos para recogerlos como reliquias empapadas con la sangre del mártir.
Eclesiología de san Cipriano
Los cismáticos creían no renegar nada de la regla de fe. Cipriano muestra que no se puede quebrar la organización actual de la Iglesia sin cortarse de la raíz que la funda. La Iglesia no es sólo Cuerpo, sino también Madre, Esposa, Casa de Dios. El término más frecuente es Mater: «Para que alguien pueda tener a Dios como Padre, tenga a la Iglesia como Madre» (Epístola 74,7); pues no saca de sí su fecundidad sino de Cristo su esposo.
Sólo la esposa del que tiene el Espíritu puede engendrar espiritualmente hijos de Dios. El tema de la «Casa de Dios» (Domus Dei) es escatológico y también eucarístico. La Iglesia es ya lo que será en el cielo, pues el cuerpo eclesial, el de la Madre, el de la Esposa, está unido al Esposo en la unidad de un solo Cuerpo: el cuerpo del Señor que se hace presente en la eucaristía. La Iglesia es madre al dar el bautismo. Nos constituye en cuerpo al celebrar la eucaristía. Con las imágenes Cipriano tiene en mente una realidad eclesiástica concreta. Para él la madre es sobre todo la jerarquía eclesiástica, el obispo, que asegura la recta fe y la unidad de la Iglesia; mientras que el cuerpo es sobre todo el pueblo, que queda bajo la dirección del obispo y no se deja arrastrar al campo enemigo de los cismáticos. Si el cristiano por su vida en el mundo hace presente a Cristo, el obispo, el presidente ordinario de la eucaristía, lo hace de un modo especial.
Es la instancia concreta representativa de la unidad y santidad de la
Iglesia. La unidad de la Iglesia tiene su fundamento último en la unidad de las tres personas divinas. Porque la Iglesia tiene el Espíritu nos anima con la vida divina. Porque es esposa de Cristo nos une a su cuerpo. Nos comunica la vida filial que viene del Padre. La Iglesia en su estructura misma significa la acción divina que la unifica. Es el sacramentum unitatis (De unitate).
Episcopado y unión con Roma
Los cuatro ejes principales sobre los que se desarrolla la demostración de Cipriano son: la autoridad monárquica del obispo, la necesidad mde la comunión entre los obispos, la pertenencia a la única
Iglesia católica y la importancia de la unión con Roma.
La revuelta de la «facción de Fortunato» obliga a Cipriano a insistir sobre el carácter jerárquico de la institución eclesial y el papel mdel obispo. Todos los obispos tienen su poder del que recibió Pedro (Mt 16,19). Todas las iglesias están fundadas super episcopos, es decir, super Petrum. De este principio se deduce que el episcopado es monárquico. Puesto que no hay más que un obispo y éste lo es por sucesión, sólo el primer elegido es el legítimo obispo. Pedro fue el primer obispo y por un tiempo el único. Al confiar la misma responsabilidad a los demás apóstoles (Jn 20,23), Cristo asentó la necesaria multiplicidad del episcopado. Los demás apóstoles quedaron igualados a Pedro; pero Pedro siguió siendo el signo vivo de la unidad originaria:
El mismo le dijo después de la resurrección: «Apacienta mis ovejas». Sobre él edifica la iglesia y a él le manda apacentar las ovejas. Que, aunque otorgó el mismo poder a todos los apóstoles, constituyó una sola cátedra y dispuso así por su autoridad el origen y el fundamento de la unidad. Los demás eran lo mismo que fue Pedro, pero el primado se da a Pedro, mostrando así que no hay sino una iglesia y una cátedra. Todos son pastores, pero queda manifiesto que se trata de una sola grey que es apacentada de acuerdo unánime por todos los apóstoles. Quien no se atenga a esta unidad de Pedro, ¿pretenderá mantenerse en la fe? Quien abandona la cátedra de Pedro, sobre la que está fundada la iglesia, ¿todavía confiará en que está en la iglesia? (De unitate, 4).
El colegio apostólico es considerado como el origen del episcopado de todos los obispos tomados en conjunto. La intercomunión de los obispos hace la unicidad del episcopado, que, con la unicidad del obispo local, es condición de la unicidad de la Iglesia. Concibe la colegialidad como una unión de diálogo, una colaboración constante.
Cada uno tiene el poder entero y lo tienen todos juntos (Episcopatus
unus est, cuius a singulis in solidum pars tenetur) (De unitate, 5). Dentro de su esfera de oficio, el obispo individual representa a la Iglesia. La Ecclesia principalis de Ep. 59,12 significa la Iglesia del origen entendida como sacramentum, que primero en Pedro solo, luego en los demás obispos en conjunto, está totalmente presente en cada obispo católico. La unión de la Iglesia en un solo cuerpo se hace por la unión de los obispos. El obispo une cada uno de sus fieles a la Iglesia total. Cipriano no reconoce a Roma un «Primado» en el sentido actual del término. Pero si de todas las iglesias dice que están fundadas super Petrum, no dice de ninguna otra que sea el locus Petri. Cátedra significa la sucesión jurídica de cada obispo en su lugar; pero ninguna otra sede sino la de Roma es designada como cathedra Petri.
Más fuertes todavía son las expresiones ecclesiam principalem y ecclesiam matricem et radicem. La iglesia de Roma es principal, matriz y raíz, porque Cristo hizo a Pedro el origen de la unidad y el signo de este origen. El obispo de Roma sigue siendo el único heredero del único papel dado sólo a Pedro y que consiste en manifestar la unicidad de la Iglesia. Por este motivo la unión con Roma es un signo necesario de la unidad originaria.
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