Ramón Trevijano
Ireneo se aferra a la tradición eclesiástica para salir al paso a las especulaciones gnósticas. Hasta el descubrimiento de los textos de Nag Hammadi ha sido la fuente fundamental para el conocimiento del gnosticismo 1.
Nacido en Asia Menor, hacia el 140 o el 150, nos cuenta que en su juventud había escuchado a S. Policarpo de Esmirna 2. Dado el movimiento migratorio de la época por toda la cuenca mediterránea, no es sorprendente que le conozcamos instalado en Lyon y presbítero de esta comunidad. En el 177/78 fue comisionado ante el papa Eleuterio para mediar en la controversia montañista (Eusebio HE V 4,1-2). Por este tiempo fue el sucesor del obispo mártir Photinus (HE V 1,29-31; 5,8). Haciendo honor a su nombre, medió ante el papa Víctor I en la controversia pascual (HE V 24,11-18). Es la oportunidad en que cuenta la visita de S. Policarpo a Roma en tiempo del papa Aniceto. El no haberse puesto de acuerdo en esa misma cuestión no había sido óbice para que Aniceto como despedida cediese a Policarpo el honor de la celebración. No sabemos más de él. Los primeros en presentarlo como mártir son S. Jerónimo y Gregorio de Tours en el s. vi.
Grandes líneas teológicas
El plan del Adversus Haereses indica cuáles son para Ireneo las fuentes de autoridad: Razón, Escritura y Tradición. Para él no cabe pensar en el conocimiento y preservación de la Regla de fe sin una notable medida de actividad racional. En su apología antignóstica confía mucho en el carácter razonable de la doctrina salvífica eclesiástica, como se ve por el peso que da en su obra a la «prueba de razón» 3.
Hay en él un desarrollo de grandes líneas y puntos de cristalización de su pensamiento. Nos aparece como un teólogo de la unidad, yendo este tema desde la unidad de Dios, de Cristo y del plan divino, hasta la unidad de la Iglesia y la unidad final del hombre con Dios. Lo vemos también como un teólogo de la historia, que, bajo el término de economía divina, engloba toda la historia del mundo para mostrar que su desarrollo no tiene otro fin que la salvación del hombre. Se nos muestra peculiarmente como un teólogo de la recapitulación, ya que el acontecimiento central de esta historia de salvación es la encarnación del Hijo, que recapitula todas las cosas y las lleva a su término. Uno de los temas más significativos de su repertorio es el de la evolución, el del progreso. El hombre, creado niño e imperfecto, alcanzará su estado de madurez y perfección por la encarnación del Hijo y por el don del Espíritu Santo, que le conduce a la divinización. En este progreso la libertad desempeña un gran papel.
Si el hombre hace mal uso de esa libertad, se queda en camino sin alcanzar su fin. La economía de Dios a lo largo de la historia universal consiste no sólo en volver al comienzo, sino en una progresión que lleva al hombre a un resultado superior al punto de partida. Constituye esto una inversión de la perspectiva gnóstica. Por la recapitulación, Cristo no sólo restablece la obra comprometida por Adán sino que la completa por el don del Espíritu Santo, que lleva al hombre hasta la divinización. La línea de salvación, según Ireneo, no es, pues, horizontal sino ascendente 4.
Ireneo trata de mostrar que el A.T. predice a Cristo y que la historia salvífica, comenzada en la creación, recapitulada en Cristo, se concluirá, después del milenio, en el Reino. El uso del término ànakefalaívsiç (recapitulado) (cf. Ef 1,10) es un intento de Ireneo de incorporar la entera proclamación bíblica sobre la obra de Cristo en una sola palabra5. La unidad de la «economía» de la creación y de la redención se funda a fin de cuentas sobre la unicidad de Dios y la unidad de Cristo. La unidad del plan de Dios es la de su designio e intención: llevar todas las cosas a su perfección al someterlas a Dios por Cristo.
Ya que las afirmaciones de algunos se desvían por las enseñanzas heréticas e ignoran las economías de Dios y el misterio de la resurrección de los justos y del Reino (que es principio de la incorrupción y por el cual los que hubieren sido dignos se acostumbrarán gradualmente a captar a Dios), es necesario decir… (AH V 32,1).
La incorruptibilidad es la vida misma de Dios, es un atributo divino. Las cuestiones de la salus carnis o de la resurrección de la carne deben ser colocadas en el interior de la perspectiva de la incorruptibilidad. Para Ireneo hay una koinwnìa entre el Espíritu y la carne y toda la economía de salvación es el progreso de la unión de la carne y el Espíritu que había sido quebrada por el pecado 6. Ireneo construye su antropología sobre la carne 7.
Teología asiata
La antropología aristotélica (el hombre como cuerpo y alma), en contraste con la platónica (el hombre como alma en un cuerpo), es uno de los elementos que caracterizan a los teólogos asiatas, como Justino, Ireneo y Melitón de Sardes, frente a los cristianos alejandrinos. Otro contraste significativo puede darse en la doctrina trinitaria, en la medida en que los alejandrinos (y también Justino) subrayarán la personalidad del Hijo como Logos distinto del Padre y los asiatas los distintos modos de actuación del único Dios. Una insistencia en la «monarquía» divina que es ortodoxa en Ireneo; pero que deriva en la herejía de Noeto y los dos Teodoto de Bizancio 8.
Ireneo ve en toda la economía de la salvación del A.T. una manifestación de las tres personas:
El mismo Cristo es, pues, junto con el Padre, el Dios de los vivos, que habló a Moisés y se manifestó a los Padres (AHIV 5,2).
Al ser, pues, Abraham profeta y ver por el Espíritu el día de la venida del Señor y la economía de la Pasión (por la que tanto él mismo como todos los que hubieren creído como él se habrían de salvar) saltó de alegría (AHW 5,4).
La revelación del N.T. consiste en una manifestación del Hijo. El Hijo mismo es la manifestación visible del Padre; no de un Dios desconocido, sino del Creador de todas las cosas. Es el mismo Verbo quien actúa a través de toda la economía providencial. La vida humana del Verbo es la novedad misma del cristianismo 9.
Por falta de conocimientos científicos e históricos, se veía forzado, como sus adversarios gnósticos, a emplear un método subjetivo de exégesis como es la lectura alegórica. En consecuencia precisaba apelar a la «viva voz» de la Iglesia como recurso para echar abajo las cavilaciones heréticas, contraponiéndoles las afirmaciones corroboradas por la solidaridad institucional, la universalidad geográfica y el peso de los números. La «viva voz» de la Iglesia fue así el factor esencial y determinante de sus enseñanzas l0.
Recuerda lo que hemos dicho en los dos libros anteriores. Añadiéndoles éste tendrás una argumentación completa contra todos los herejes. Les podrás resistir con confianza y determinación en pro de la sola fe verdadera y vivificante, que la Iglesia ha recibido de los apóstoles y distribuye a sus hijos (AH III prefacio).
Solamente han llegado a nosotros dos de sus obras, que examinaremos seguidamente.
Adversus Haereses
Nos ha llegado el texto completo en una versión latina, anterior al 422, transmitida por 9 manuscritos (agrupables en dos familias: irlandesa y lyonesa) y la «editio princeps» de Erasmo, que dispuso de otros 3 manuscritos hoy perdidos.
Contamos con un 74 por 100 del libro 1 en griego, debido a su utilización masiva por los heresiólogos posteriores Hipólito y Epifânio. Un promedio del 11 por 100 de los libros III-IV y V se ha conservado en griego por su utilización en florilegios dogmáticos y cadenas exegéticas. Nos han llegado también fragmentos en dos papiros (POxyr y Plena). Además hay amplios fragmentos de la versión armenia (sobre todo de los libros IV y V) y fragmentos de la siríaca.
El título exacto, indicado por Eusebio de Cesárea, êleykoç kaí ánatropwpè têç feudwnúmon gn´wsewç, caracteriza ya el sentido y contenido de la obra.
En el libro I hay, pues, una larga serie de exposiciones dedicadas a los diferentes gnósticos: el sistema valentiniano de Ptolomeo (1-9), la unidad de fe de la Iglesia frente a las derivaciones del valentinianismo (10-22), precursores de Valentín (23-31) “, entrecortadas con reflexiones irónicas o teológicas y algunos elementos de refutación.
El libro II lo consagra a la refutación propiamente dicha. Refuta las tesis valentinianas de un Pléroma superior al Dios creador (1-11), las relativas a las emisiones de los Eones, la pasión de Sofía y la Semilla (12-19), las especulaciones sobre los números (20-28), las relativas a la consumación final y al Demiurgo (29-30) y otras tesis de Simón, Carpocrates, Basílides y los «gnósticos» (31-35) 12. Pero no se trata de una refutación fundada sobre principios teológicos, sino sobre un principio mucho más general: el sentido común, la razón. Ireneo trata de mostrar las contradicciones internas de los sistemas gnósticos sobre el plano de la lógica formal. Claro está que tal argumentación «ex ratione» no excluye otros argumentos de Escritura, fe y tradición; pero constituye la nota dominante del libro II.
En el libro III, Ireneo parte de una demostración-déla verdad de las Escrituras (1-5), para abordar la unicidad de Dios, creador de todas las cosas (6-15) y luego la unicidad de Cristo, Hijo de Dios, hecho hombre para recapitular en sí mismo su propia creación (16-23). La conclusión subraya la verdad de la predicación de la Iglesia frente a los absurdos a que llegan los que rechazan esta predicación 13.
El hilo conductor de la primera parte del libro IV podría ser la idea de que el progreso es consecuencia de la unidad. Al concebir el A. y el N.T. como vinculados por un anillo de progreso, asienta su unidad radical contra todos los gnósticos 14. La característica del libro IV es que toda la argumentación se apoya sobre las palabras del Señor, que Ireneo cita con amplitud y con un modo de cita muy personal (anuncio de la palabra que va a comentar, cita íntegra y comentario más o menos amplio):
Que en efecto los escritos de Moisés son palabras de Cristo, lo dice él mismo a los judíos, como lo ha recordado Juan en el evangelio: «Si creyereis a Moisés, me creeríais a mí: pues él escribió de mí; pero si no creéis sus escritos tampoco creeréis mis discursos», con lo que significa de modo muy claro que los escritos de Moisés son discursos suyos. Por lo tanto, si esto vale de Moisés, también son suyos sin duda los discursos de los demás profetas, como ya hemos mostrado (AH IV 2,3).
El libro IV despliega las diferentes «economías» de Dios en la historia, desde el acto creador al juicio al fin de los tiempos. Si en el libro III ha probado la unicidad del Dios creador y la unidad del Verbo encarnado, aquí demuestra la unicidad de Dios a partir de la unidad de sus «economías» 15.
En el libro V expone la demostración paulina de la resurrección de la carne (1-14). Muestra la identidad del Dios Creador y Padre por tres hechos de la vida de Cristo (15-24) y por la enseñanza escriturística sobre el fin de los tiempos (25-36) 16. Trata aquí del Anticristo, la resurrección de los justos y el Milenio. La escatología milenarista de Ireneo (precedido por Papías y Justino) es uno de los rasgos más llamativos de la teología asiata. Termina su obra deteniéndose sobre la visión del Reino, sin dar la conclusión.
Demostración de la predicación apostólica
El escrito Eìçèpídeixin toûàpostolikoû kerúgmatoç, mencionado por Eusebio de Cesárea, no fue redescubierto, en versión armenia, hasta 1904. Es una exposición sucinta del mensaje cristiano, dirigida en forma de carta a un amigo. A diferencia del AH no entra en explicaciones polémicas. En la primera parte se mueve en la tradición catequética y en la segunda en la tradición apologética. Su originalidad consiste en hacer seguir su exposición del «credo» de un boceto de la historia de salvación. Es aquí donde da un puesto importante a la idea de recapitulación:
He aquí la regla de nuestra fe, el fundamento del edificio y la base de nuestra conducta: Dios Padre, increado, ilimitado, invisible, único Dios, creador del universo. Este es el primer y principal artículo de nuestra fe. El segundo es: el Verbo de Dios, Hijo de Dios, Jesucristo nuestro Señor, que se ha aparecido a los profetas según el designio de su profecía y la economía dispuesta por el Padre; por medio de El ha sido creado el universo. Además, al fin de los tiempos, para recapitular todas las cosas, se hizo hombre entre los hombres, visible y tangible, para destruir la muerte, para manifestar la vida y restablecer la comunión entre Dios y el hombre. Y como tercer artículo: el Espíritu Santo, por cuyo poder los profetas han profetizado y los Padres han sido instruidos en lo que concierne a Dios y los justos han sido guiados por el camino de la justificación, y que al fin de los tiempos ha sido difundido de un modo nuevo sobre la humanidad, por toda la tierra, renovando al hombre para Dios (Epideixis 6) 17.
Ireneo subraya la comunión de las dos naturalezas divina y humana en Cristo y la recapitulación por su medio de los dos mundos: celeste y terreno, espiritual y material, invisible y corpóreo. Acentúa el valor de la economía terrena, la salvación del hombre corpóreo y sensible y sale al paso de la falsa economía «espiritual» enseñada por los gnósticos 18.
Doctrina de la Tradición
La Tradición es la predicación viva de la iglesia en su plena identidad con la revelación dada por Jesucristo a los apóstoles.
Cristo no ha dejado escritos. Conocemos su doctrina por sus apóstoles a quienes ha dado el poder de predicar el Evangelio:
Pues el Señor de todo dio la potestad del Evangelio a sus apóstoles, por quienes conocemos la verdad, esto es, la doctrina del Hijo de Dios. También a ellos dijo el Señor: El que os escucha me escucha y el que os desprecia me desprecia y también al que me envió (AH III prefacio).
Los apóstoles no escribieron primeramente, sino que predicaron este Evangelio. Después nos lo han transmitido en Escrituras:
Pues no es por otros por quienes hemos conocido la economía de nuestra salvación, sino por aquellos por quienes nos ha llegado el Evangelio. Al que primero predicaron y luego, por voluntad de Dios, nos lo han transmitido en Escrituras, para que fuese fundamento y columna de nuestra fe (AH III 1,1).
La tradición apostólica es una truditio ab apostolis (tradición desde los apóstoles), no traditio apostolorum (tradición de / sobre los apóstoles). Esto diferencia netamente la tradición, en el sentido de tradición de la doctrina verdadera, y las tradiciones que proceden de los tiempos apostólicos. No basta que un relato o una doctrina venga desde entonces para que forme parte de la Tradición l9. Es una distinción del concepto que no supo hacer Papías. Ireneo no llama tradición a las anécdotas que han transmitido los ancianos. La que le interesa es la traditio ab apostolis ad ecclesiam. Si la tradición viene de los apóstoles, es la Iglesia quien la recibe. En su concepto de la apostolicidad de la Iglesia, Ireneo es en mucha mayor medida testigo de la fe católica de su tiempo, en particular de las tradiciones asiata y romana, que de su propia capacidad teológica; pero ha sido el primero en formular y desarrollar este concepto de un modo sistemático-teológico20.
La Tradición que viene de los apóstoles se conserva en la Iglesia por la cadena continua de los obispos, sus sucesores:
Así la Tradición de los apóstoles, manifestada en todo el mundo, está presente en cada Iglesia para que la perciban los que de veras quieren verla. Podemos enumerar a los obispos establecidos en las iglesias por los apóstoles y sus sucesores hasta nosotros, que ni enseñaron nada de eso ni supieron de los delirios de esa gente. Que si los apóstoles hubiesen sabido de misterios recónditos para enseñarlos a los perfectos, aparte y a escondidas de los demás, se los hubiesen transmitido, más que a nadie, a aquellos a quienes confiaban las mismas iglesias. Pues tenían mucho interés en que fuesen perfectos e irreprensibles en todo aquellos a los que dejaban por sucesores, transmitiéndoles el cargo de su mismo magisterio (AH III 3,1).
La garantía de esta Tradición es la continuidad histórica de la cadena de sucesión a partir de los apóstoles. Roma es el testigo privilegiado:
Como resultaría demasiado largo para una obra como ésta tratar de enumerar las sucesiones de todas las iglesias, señalaremos sólo las de la Iglesia máxima, antiquísima y conocida de todos, la de Roma, fundada y organizada por los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y Pablo. Al mostrar que esa tradición, que tiene desde los apóstoles de la fe anunciada a los hombres ha llegado hasta nosotros por las sucesiones de los obispos, confundimos a los que forman agrupaciones inconvenientes de la manera que sea… Pues es necesario que toda iglesia, es decir, los fieles de todas partes, concuerde con tal iglesia, dado su origen más destacado. Ya que siempre ha sido conservado en ella, por los fieles de todas partes, esa tradición que procede de los apóstoles (AH III 3,2).
Se ha discutido si el último párrafo se refiere a la Iglesia de Roma o a la Iglesia universal. Opinamos que el principio de que la Iglesia que puede justificar el mantenimiento de la tradición desde los apóstoles debe contar con el acuerdo de todos los cristianos, se aplica aquí a la Iglesia de Roma, pero puede aplicarse a todas las iglesias apostólicas. De hecho Ireneo ha escogido la Iglesia de Roma; pero nos dice que una investigación en las otras iglesias (apostólicas) daría el mismo resultado. Lo que queda claro es la exigencia para los cristianos de todas partes de unirse con la Iglesia de Cristo sobre la base de la tradición apostólica21.
Por eso, aunque no hubiera ninguna Escritura, la Tradición oral de la Iglesia sería la Regla de fe segura:
En este sistema confian muchas gentes bárbaras de las que han creído en Cristo sin papel ni tinta, al tenerlo escrito por el Espíritu Santo en sus corazones, guardando cuidadosamente la salvación y la antigua tradición al creer en un Dios criador del cielo y de la tierra y de cuanto hay en ellos, y en Cristo Jesús, el Hijo de Dios, quien por desbordante amor a su creatura, consintió en nacer de una Virgen, uniendo él mismo por sí mismo el hombre a Dios y padeciendo bajo Poncio Pilato, resucitado y ascendido gloriosamente, que ha de venir con gloria como Salvador de los salvados y Juez de los condenados, enviando al fuego eterno a los deformadores de la verdad y despreciadores de su Padre y de su propia venida. Los que iletradamente creen en tal fe pueden ser bárbaros por la lengua, pero, mediante la fe, muy sabios por el modo de pensar, la ética y el comportamiento. Agradan a Dios, conduciéndose con toda justicia, pureza y sabiduría. Si alguno les comunicase las lucubraciones de los herejes hablándoles en su propia lengua, al momento se taparían los oídos y se escaparían lejos, no consintiendo en oír un discurso blasfemo. De manera que por aquella antigua tradición de los apóstoles no dan entrada en la mente a nada de la exposición fantástica de aquéllos (AH III 4,2).
Ireneo, que justificaba la predicación de los apóstoles por la venida del Espíritu Santo, afirma igualmente que esta predicación se mantiene intacta en la Iglesia por la acción de este mismo Espíritu 22.
1 Orbe (Madrid-Toledo 1985), p.30, valora el testimonio de san Ireneo para el conocimiento de la teología valentiniana más que el proporcionado por los documentos de Nag Hammadi.
2 Carta a Florino, citada por Eusebio, HE V 20,4-8.
3 Cf. BROX (Salzburg-München 1966), p.203-204.
4 Cf. BENOÍT (Paris 1960), p.203-232.
5 Cf. WINGREN (Edinburgh-London 1959), p.80.
6 Cf. ANDÍA (Paris 1986), p.333-334.
7 Orbe (Madrid 1969), p.518-531, señala que la antropología gnóstica se reduce a pneumatologia, la de Orígenes debió ser psicología y la de Ireneo se traduce en sarcología.
8 Cf. SIMONETTI, DPAC I (Cásale Monferrato 1983); 414-416.
9 Cf. HOUSSIAU (Louvain-Gembloux 1955), p.250-251.
10 Cf. LAWSON (London 1948), p.292.
11 Cf. ROUSSEAU-DOUTRELAU, SC 263 (Paris 1979), p.l 13-164.
12 Cf. ROUSSEAU-DOUTRELAU, SC 293 (Paris 1982), p.l 17-195.
13 Cf. ROUSSEAU-DOUTRELAU, SC 210 (Paris 1974), p. 171-205.
14 Cf. GONZÁLEZ FAUS (Barcelona 1969), p.95.
15 Cf BACQ (Paris-Namur 1978), p.282 y 290.
16 Cf. ROUSSEAU-DOUTRELAU-MERCIER, SC 152 (Paris 1969), p. 166-191.
17 Cf. ROMERO POSE, FPatr 2 (Madrid 1992), p.62-64.
18 Cf. ROMERO POSE, FPatr 2 (Madrid 1992), p. 117-118.
19 Cf. DANIÉLOU (Tournai 1961),p.l35.
20 Cf. BLUM (Berlin-Hamburg 1963), p.227.
21 Cf. BOTTE, lrénikon 1957, 156-163.
22 Cf. SAONARD, SC 34 (Paris 1952), p.24-26.
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